lunes, 9 de abril de 2012

Capitulo 6: El tío Eusebio: parte 1


Respiré aliviado, tras dos horas y media de camino, frente a las oficinas de la Pejeerre. Pero apenas y me acerqué a la puerta principal, y todavía ni pisaba el tapetito de “Bienvenidos”, cuando un puñado de cinco o seis weyes vestidos de negro de pies a cabeza me rodeó, apuntándome con sus armas. No había dicho ni pio cuando dos de ellos ya me estaban basculeando de lo lindo. Por supuesto que no puse resistencia alguna, ni cuando me quitaron el celular, la memoria USB, ni mi reloj —lo bueno es que traía ropa interior limpia (todavía) por si decidían encuerarme ahí en plena calle—. No hay mayor poder de convencimiento que cinco razonables rifles M16 apuntándote a la cabeza. Sentía los tompiates en la garganta. Tragué saliva, subí los brazos y los coloqué detrás de mi cabeza, y esperé a que terminara la revisión.
Concluido el “registro” de mi linda personita, y sin dejar de apuntarme con sus fusiles, el que parecía el machín del grupo, se me acercó y me preguntó amablemente: ¿A qué chingaos vienes?, con acento norteño. Atropelladamente le expliqué que venía a ver lo de una vacante, y que me entrevistaría con el señor Eusebio Hernández —“Coronel” me corrigió mi interlocutor—. El machín me miró sin parpadear, mientras escuchaba inmutable mi desordenada explicación. Cuando mencioné el parentesco con el Coronel, sus ojos se entrecerraron, entre incrédulos y sorprendidos. Se alejó lentamente sin dejar de observarme, mientras marcaba en su teléfono. No podía escucharlo, pero imaginaba que bajo el pasamontañas, su rostro se descomponía, cuando confirmó la afinidad familiar que tenía con el Coronel. Apenas guardó el teléfono, ordenó a sus compinches que bajaran sus rifles. Se me acercó nuevamente: Señor disculpe la “revisión de rutina”, nadie nos aviso que vendría, espero que no le comenté al Coronel nuestro recibimiento. ¿Achis, achis, achis, y ora´ qué pasó? Mis poderes hipotéticos —y por supuesto mi desbordada e hilarante imaginación— conjeturaron que el tío Eusebio —aquel escuálido, chaparro, feo y prieto poblano que recordaba de mi infancia—,  era un poderoso, un “todas las puedo” en la Pejeerre — ¡achis! esa ni yo me la creía—.
El puñado de encapuchados, dirigidos por el machín,  me escoltó a través de los laberinticos pasillos del edificio de la Pejeerre, hasta dejarme frente a la puerta de lo que aparentemente era el departamento de mi tío. Todavía ni tocaba, la puerta se abrió suavemente. La dulce voz de la secretaria —que más bien tenía finta de hostess— me invitó a pasar. Apenas y me acomodé en el mullido sillón de  piel negra en la sala de espera, y la secre me extendió un menú, con una larga lista licores importados, y el control de una mega pantalla de sesenta y no sé un chingo de pulgadas, que estaba en la pared, para que no me aburriera —según ella—, ya que mi tío se encontraba por el momento en una junta muy importante.
Acepté mi irremediable destino, mientras degustaba mi Dalmore —según yo piratón, me era impensable creer que era original—, y le cambiaba compulsivamente a los cientos de canales de la televisión — ¡Ah!,  esto es vida—. Uno se podría acostumbrar a esto, pensé, mientras veía la ciudad tras el enorme ventanal de la oficina. Mi tío, de alguna manera la había hecho gacha, o al menos eso aparentaba. El último recuerdo que tenía de él —aparte de enseñarme a patear tompiates y traficar estampas coleccionables— era cuando yo jugaba en las escaleras del edificio, y él se despedía de mi amá en la puerta del departamento donde vivimos. Pasó a mi lado y me sacudió el cabello con la mano, y sin dejar de caminar me dijo: ¡estúdiale cabrón!, no vayas a ser como yo. Fue la última vez que lo vi. Sólo hasta hace unos meses que la amá, y el apá —mas a regañadientes que de ganitas—, volvieron a hablar de él como una posibilidad, para alivianar mi desesperación y desesperanza por no encontrar empleo.
Había sido condicionado toda mi vida —como un Intelectual-Alfa-gris-chacotero de Huxley—, para creer que la escuela —la educación, una carrera universitaria— era la única forma para salir de la penuria económica, moral, espiritual y gastrointestinal en la que me encontraba. Pero dada la experiencia de los últimos años y meses, desde que me graduara —sin honores— de la universidad, algo me decía —mi peje interior—, que esto no era del todo cierto, y menos estando aquí, esperando a que me recibiera mi tío, que aún debía Bolitas y palitos III, del Jardín de niños de Tepeojuma el chico

martes, 13 de marzo de 2012

Capitulo 5: The long and winding road: parte 2


Miraba y remiraba la larguísima fila para la taquilla. Por momentos me parecía escuchar la voz recriminatoria de mi apá, por no haber comprando los boletos con anterioridad. Mi apá tenía ese hábito obsesivo-compulsivo de tratar de prever todas las cosas: ¡siéntate bien, que te vas a partir la madre!; ¡estúdiale o vas a acabar como yo cabrón!; ¡piensa con la cabeza (de arriba) no vayas a cagarla!, aunque eso sí, ni previó, ni se las olió cuando su jefe lo llamó a la oficina, y sin decir agua va, le extendió su hoja de renuncia sobre el escritorio, así, sin mayor explicación: “prescindimos de tus servicios”. Fue un golpe duro para mi viejo dejar casi treinta años de su vida entre las cuatro paredes de la fábrica sin más. Y, por supuesto, fue un golpe duro para mi amá, y para mi, verlo derrotado, sentado en el sillón de la sala, durante los siguientes meses —acaparando el control de la televisión y el Xbox—.
La fila permanecía inamovible, es decir: ni pa´ tras ni pa´ delante. Había que esperar, y uno espera, y espera, y espera algo toda su vida, y cuando uno creé que la expectativa terminó, empieza otra espera: por acabar la carrera; por encontrar empleo; por el resultado de la prueba de embarazo; o por un futuro incierto por demás vaticinado. Raudales de gente iban y venían, por las escaleras, entre los pasillos, pasando los torniquetes. Al cabo de media hora, cansado de la inche espera, y habiendo ganado sólo unos cuantos metros en la kilométrica cola, decidí emplear las habilidades adquiridas de mi curso “Los secretos de la hipnosis” —en voz del mismísimo Froy, y con las que había hipnotizado a mi gato para que dejara de cagarse fuera de su caja de arena—, para destantear a la poli que resguardaba celosamente los torniquetes. Me le quedé mirando profunda y fijamente mientras me acercaba. Ella me miró escrupulosamente de arriba abajo. Mantuvimos las miradas fijas, sin parpadear, sus facciones se empezaron a suavizar — ¡jeje!, un poco más—, cuando de repente… ¡zas! frunció el ceño, sacó su radio y empezó a pedir refuerzos. En mi pánico sólo acerté a señalar el puesto de periódicos que se encontraba atrás de ella, lo que provocó que se descuidara por un momento, instante que aproveché para pasarme por abajo de los torniquetes, y a grandes zancadas, incorporarme a la masa amorfa, que con parsimonioso ritmo descendía las escaleras hacía los andenes.
Mis poderes Jedi había fallado —eso o Froy era un fraude para la hipnosis, aunque eso sí, mi gato vivía más plenamente su sexualidad—, pero ya estaba adentro, y eso es lo que contaba ¿no?, o eso creo. Escondido entre la muchedumbre, vi a la poli, y a otros dos trajeados de seguridad, bajar por las escaleras en chinga buscándome. Me angustié por un momento, pero todavía ni me angustiaba a gusto, cuando una ola, o mejor dicho: un olota de gente, me arrastró hacía dentro del vagón. Mi cachete derecho quedó pegado en la ventanilla del otro lado del tren. Con mis brazos intentaban desesperada e inútilmente despegarme de la grafiteada ventana, y contener la iracunda y desmadrosa ansia de las personas por subirse al convoy.
A diferencia de los puntos importantes del Manual de supervivencia en un colectivo, estos eran imposibles de aplicar al viajar en el Metro de la ciudad Defeña, porque: 1) a pesar de cuidar cartera, reloj, celular, pudor y demás chucherías, de que te fajonean te fajonean, eso que ni que; 2) aquí no puedes disfrutar del paisaje urbano, pero en compensación —y una vez que el vagón medio se vacía—, puedes disfrutar —aparte de los productos de primerísima necesidad, como chicles, videos de Polo Polo  o micas para tu celular—, y por el mismo costo de tu boleto, un show que envidiaría el mismísimo Cirque du Soleil, con hartos músicos, cantantes, actores, trapecistas, magos, sublevados, campesinos, payasitos, predicadores, faquires, y contorsionistas, que con gusto llegan a tu asiento o rincón a hacer tu estancia más surrealista y amena; 3) la única manera de evitar contacto visual dentro de un vagón del metro en hora pico, es cerrando los ojos, y yéndote a tu lugar feliz; finalmente, un punto esencial para sobrevivir en el metro del Deefe es: nunca de los nunca quedarse dormido por el acompasado movimiento del tren, ya que podrías terminar, en el mejor de los casos, en el área de mantenimiento, bajo el escrutinio de un trabajador de limpieza de la tercera edad, gruñón y gandalla.  
Sentí un dolor agudo en mis costillas. Desperté medio desconcertado. Un viejito hostil me intimidaba, picándome las costillas con la escoba que tenía en las manos, para que descendiera del convoy. Me paré todavía adormilado, y haciendo uso de mis habilidades en procesos cualitativos, deduje que me había quedado dormido y estaba en la terminal de Garibaldi. Salí presuroso del tren. Caminé vacilante buscando la salida. Limpié un poco de baba seca de mi boca y me enfilé al paradero. Ya sólo bastaba tomar dos micros y una combi más, para llegar a mi destino: la Pejeerre, y por consecuencia: el tío Eusebio

miércoles, 29 de febrero de 2012

Capitulo 4: The long and winding road: parte 1

Me observé detenidamente en el espejo mientras me cepillaba los dientes. Me miré viejo, me sentí viejo a mis treinta. Mi perfil griego —región 4— deslucía con la luz de aquel foco ahorrador de 20 wats; mi piel parecía lija, áspera y porosa, todavía con vestigios arqueológicos de acné, de mi dulce adolescencia chaquetera; y mis ojitos rojos —expuestos por horas al Face, al porno, y a los chats—, parecían opacos, así como sin el brillo rebelde de la juventud” — ¡esa mamada!—, así como sin esperanza alguna. Traté de sonreírme, para ver si me veía mejor, o mejoraba en algo —aunque sea un poco— mi aspecto. Gran error: hasta yo me espanté solito al ver aquella mueca espantosa en el espejo, algo así como una atroz mezcla de los rostros de la Gordillo y Stallone —me juré solemnemente no volverlo hacer—.
Eché el último buche de agua en el lavabo, el olor a cebolla había desaparecido, pero el de la incertidumbre no, estaba ahí mero, entre mis dientes. Me lancé una última mirada mientras anudaba torpemente la corbata, no podía disimular mi nerviosismo ante la posibilidad de que en algunas horas, mi larga búsqueda de encontrar empleo formal llegara por fin a su fin. Una aterradora esperanza, pero una esperanza al fin y al cabo. Respiré profundamente, me encomendé a alguno de los santos de mi amá —a veces olvidaba mi ateísmo—; revisé por enésima vez mis documentos y mi curriculum, y salí de casa con “la actitud” — ¡eso era todo chingao!—.
Logré colocar un poco más de la mitad de mi dedo gordo —del pie izquierdo—, en ese minúsculo espacio que había en el peldaño, y logré sujetarme a algo —espero que haya sido un tubo— antes de que arrancara velozmente el micro. Podía sentir, y respirar, el aire puro —ese aroma veraniego que provenía del Bordo de Xochiaca—, mientras esquivaba a los camiones, otros micros, postes, polis, anuncios, limpiaparabrisas, gritones, payasitos hipernalgones, y demás especímenes que habitan sobre la calzada Ermita Iztapalapa.
Ya no cabía ni un alfiler, y sin embargo el operador se detenía obsesivamente en cada esquina a pregonar su cantaleta infinita: ¡SÚBALE, CONSTITUCIÓN! Pero gracias a estas paradas, mi dedito gordo podía descansar del peso de mi fornido cuerpo. Sólo había que tener algo de paciencia, por el tiempo perdido, para no arremeter a leperada y media contra el operador de la unidad. Lo demás eran puntos básicos para cualquier cliente asiduo por años al transporte público: 1) cuidar la cartera, el celular y el pudor, no sea que nos fueran a basculear —aunque siendo muy sinceros, nuestras almas ya estaban por demás manoseadas—; 2) disfrutar el paisaje urbano que ofrece la entidad más poblada del Deefe, con vendedores de todo tipo al alcance de nuestro asiento; y 3) evitar contacto visual con aquellas personas “necesitadas”, que salieron reciéntenme del reclusorio, y piden “tu cooperación” para “evitar” robar y asesinar nuevamente —reglas del manual de supervivencia en un colectivo—.
Me sentí todo un documentalista al empalmar y editar en mis alucines —producto del monóxido del micro— las imágenes urbanas que veía, al ritmo de Ella no es para ti dubi dubi dubi —que traía el operador a todo volumen—, sin quererlo de pronto me sentí atrapado en alguna crónica clasemediera de José Joaquín Blanco, porque eso sí, por más que mis ojitos pispiretos buscaban y buscaban esa Región más transparente que Carlos escribió y describió, pues nomas nunca la he hallado —aunque eso sí, debo de reconocer que llegué como sesenta o setenta años tarde—.
Las calles y las edificaciones de Iztapalapa siempre me han parecido iguales: en obra negra o en construcción perenne; descuidadas, grises, y sin el menor vestigio de glamour —como el centro de la ciudad— de épocas coloniales, ni tiempos de bonanza venidos a menos. Aquí parece que todo surgió viejo, desgastado, malhecho y maltrecho, como una punzante parodia apocalíptica de la carcomida urbanidad.  
Mis conjeturas salieron volando, igual que mi pobre humanidad, cuando el micro se fue a estampar atrás de otro micro. Apenas y pude meter las manos para no romperme la face, aunque las rodillas de mis pantalones no corrieron con la misma suerte. Todavía ni me levanta de mi aturdimiento —y del piso—,  cuando el operador ya estaba abajo de la unidad, estrellando el bat que traía en las manos contra la cabeza del otro operador, con el que venía echando carreritas, quien al ser impedido por tremendo chingadazo, fue relevado por su chalan con una llave de cruz. El pasaje que hasta hace unos momentos se había empeñado en subirse a webo, ora estaba empeñado en bajarse en chinga — ¿oh, pos quién los entiende?—. En cuestión de segundos se añadieron gritones, limpiaparabrisas, operadores y chalanes de otras unidades a la campal en plena calzada. Casi a la velocidad de la luz —lo hubiera hecho sino tuviera tremendo chichón en mi cabeza— recogí mi portafolio, me levanté, me sacudí y me fui alejando poco a poco de la batalla por la supremacía de la ruta 14. A lo lejos vi como le tronaban una nalga a un payasito hipernalgón, que no sé en qué momento se le ocurrió meterse a la madrina colectiva. Caminé algunas cuadras apresurado —sobándome el chichón y lamentando la perdida irremediable de mi ventiúnico traje—, hasta que mis ojos divisaron, a escasos metros, la estación del metro Constitución.


miércoles, 22 de febrero de 2012

Capitulo 3: Una aterradora esperanza


El despertador sonó a las ocho en punto. Apenas y estiré mi mano para apagarlo de un manotazo, dar media vuelta, taparme de nuevo y tratar de dormir otro rato. Pensé en dormir hasta medio día, o hasta pasado mañana, o ya de plano quedarme aquí, en ésta placenta de cobijas que me mantenían calientito y protegido de la maldad del mundo —que mamucho el sol—. No sé si era la depresión que venía arrastrando de meses atrás; o ésta weba desoladora, nada placentera como el común de las demás webas; o la tibieza de los cobertores ,made in Chiconcuac, que o: me desmotivaba a levantarme; o que: me motivaban a seguir en mi camita —¡vaya paradoja!—. Ya sospechaba que padecía una depre-weba-cobijada, es decir: me andaba aplatanando por no encontrar empleo formal.
Aunque eso sí, no dejaba de pensar en los millones de cabrones con trabajo —“crudos o semicrudos”—, que al menos por el día de hoy desearían estar en mi lugar: acostaditos y calientitos, mandando a la chingada al despertador, a la esposa, al tráfico, y al jefe, con la mano en la cintura —o donde se supone que estaba—. Y aquí estaba yo, medio angustiado —a mí otra mitad le valía madres todo esto—, sin poder disfrutar plenamente de este asueto profesional, antes de siquiera iniciar mi vida laboral, por culpa de la culpa que sentía de ser una cifra más, de las estadísticas negras de un sistema neoliberal fallido y rete tranza.  
 Tenía que levantarme. Aunque la verdad no tenía otra opción: la tierna, dulce y cálida voz de mi ama´ inundó mi cuarto: ¡a ver si ya te paras cabrón que hay que tirar la basura! ; Coreada por el repiqueteo infernal de la campana del camión recolector, que a propósito o no, se daba vuelo precisamente, frente a la ventana de mí cuarto. Tenía que apresurarme o el camión se iría y me dejaría como pendejo, con mis bolsotas de basura en la esquina. Llegué todavía medio dormido a la enorme hilera que se había formado en espera de que el camión se acomodara al ras de la banqueta. Mientras esperaba mi turno, no pude evitar ver en las calles, la afluencia de trabajadores con ese templé de apresuramiento en su rostro, arremolinándose en las puertas de los Micros y los Camiones. La chinga no consistía solamente en ir trabajar de sol a sol por un mísero salario, sino además, en “hacerlo” en trasporte público concesionado.
La voz de mi ama´ me sacó de mis profundas reflexiones: ¡órale cabrón deja de papar  moscas! Te habló tu tío Eusebio, que tiene una chamba pa ti. Mi piel se erizó por un segundo, y un hilillo frío recorrió mi espina dorsal. No sé si era de emoción… o de terror. El tío Eusebio trabajaba en la “Pejeerre”, según en palabras de él mismo: en el área de “Inteligencia” en misiones encubiertas. Aunque la verdad mi tío no era muy inteligente que digamos, aunque eso sí era diestro pa´ las armas, el agandalle y los madrazos de peso completo —algunas leyendas urbanas en la familia, cuentan que el reinventó el tehuacanazo allá por los setenta, con una rara mezcla de piquín y habanero—. Coronel retirado, ex chico Olimpia; ex halconcito; ex compinche del Negro; ex coach de paramilitares en Chiapas; y ex hijo de su repinche madre, porque la abuela ya tiene rato que murió.
Tragué un poco de saliva, era un tipo bastante rudo y  temperamental, y tenía mucha maldad para su uno setenta de estatura. Nos apreciaba de alguna manera y a su manera, aunque tenía años que no sabía de él, Prácticamente cohabitamos sólo unos meses, cuando el Negro lo despidió allá por los enlicrados ochenta. Lapso suficiente, en el que inevitablemente me instruyó en el arte de la transa en los volados de disparejo de tres —dos águilas gana el sol, dos soles gana águila —; en el control del mercado negro de las estampas de Mazinger Z; y en el cobro de piso con mis congéneres de la escuela, con dos tres golpes mortales a la entrepierna —ora que lo pienso… probablemente esa fue la causa de que mi ama´ le pidiera que le llegara—. 
Nuevamente la dulce voz de mi ama´ me saco de mi perplejidad, o sea de mi pendejes casi absoluta: ¿y qué esperas cabrón? que te cargue o qué, ándale, vete a cambiar y a desayunar algo. Te espera a las once. Déjame la basura, ya de aquí me voy a trabajar. De manera automática asenté con la cabeza, todavía con la sorpresa y el terror en mi rostro.
Estaba por terminar mi desayuno. Una duda me atormentaba: ¿sería capaz de depositar mi confianza en ese poder absoluto, por una chamba? Y no cualquier chamba, digo, sino un trabajo en el gobierno, con un buen sueldo, prestaciones, y toda la cosa. Bueno, creo que me estaba apresurando en mis conclusiones, porque mi sentido arácnido me indicaban que el pex iba por otros lares: la transa, el agandalle y el dinero fácil. Terminé mi último bocado, mi sincronizada me dejó un acre sabor a cebolla, y a incertidumbre.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Capitulo 2: Mi nombre es Raúl… y soy un desempleado


Tenía que aceptarlo, era un desempleado con trasfondo Nini, es decir: ¡un Nini a huevo! Explicándolo en otro orden de ideas de una manera más profunda y sesuda: no era la elección de un adolescente-chaquetero-pelos-en-la-mano, dejar de estudiar nomas porque se le hincharon los tompiates de la rebeldía reguetoñera, sino porque la matricula escolar estaba desmatriculada, es decir, a según de las instituciones educativas: ¡no cabía ya ni un pinche alpiste en las escuelas!; ni tampoco era la elección de un joven-cogelón-no-te-embaraces-¡por-dios!, recién egresado de la universidad pública con grandes aspiraciones profesionales —o sea ¡hacerla gacha con la lana!—, gastar su tiempo, su vida, su autoestima, y sus pocos pesos, buscando un empleo decoroso, de esos que sólo existen en las leyendas urbanas—; ni mucho menos, era la elección de un adulto-te-pateó-el-culo-la-vida-por-chaqueto-y-cogelón, dejar su empleo de los últimos cinco, diez o quince años —del que estaba agarrado hasta con las uñas de los pies—, nomas por el mero regodeo solidario con los demás Ninis —cómo pasan a creer que fuera por alguna crisis-de-la-crisis-de-la-crisis económica—. Era una realidad tan abrumadora, cruda, cruel y fea como el rostro de la señorita Laura sonriendo en close up. Tan palpable como el vacio de mis bolsillos, y tan sin esperanza, como la selección de futbol en un mundial.
Bueno, creo que ya estaba avanzando en algo al aceptar mi paupérrima realidad social, emocional y valorativa: yo era parte de este selecto grupo de siete —yo digo que como doce— millones de adolescentes, jóvenes y adultos, que Ni trabajan, Ni estudian. La aceptación era un primer paso hacía mi recuperación, necesitaba ayuda profesional,  ora sólo tenía que pasar al segundo paso: reconocer y aceptar un poder superior —llámese Palancazo—.
Hasta éste momento, tenía la firme convicción de que recurrir a los “amigos, familiares, conocidos, y conocidos de los conocidos” para conseguir trabajo era una petición por demás bochornosa, para un licenciado en Todología, con titulo y cedula, y con amplia experiencia como catador de garnachas —a lo largo y ancho del territorio de CU y zonas aledañas—; en procesos de apareamiento a la antigüita —de preferencia el misionero—; y en la toma de decisiones harto peliagudas — ¿copias, quesadilla o chela?—. ¿Cómo pasaban a creer que YO con mi IQ de ciento doce, y con capacidad de análisis de los procesos de las ciencias sociales, abstractas y concretas — ¡esa mamada!—, necesitaba ayuda de los simples mortales con IQ de peña ajena? Así era la cosa, que se le iba a hacer. Yo lo tenía que aceptar a mi pesar, y estaba en proceso de reconocer, con un sentimiento mundano y profano de esperanza, que entre ese puñado de “amigos, familiares, conocidos, y conocidos de los conocidos”, reconocería y aceptaría ese poder superior, llamado Palancazo.  Ya sólo faltaría dar un paso más para mi recuperación: “depositar mi confianza en ese poder supremo”, para tener ese pase VIP tan anhelado, a la tierra prometida del empleo formal y remunerado. Apagué la computadora con cierta incertidumbre a pesar de que mañana sería otro lunes de rutina: visitar decenas de páginas de bolsa de trabajo; enviar y enviar mi curriculum por internet; y, finalmente, como cada semana, esperar sin muchas expectativas, el correo electrónico, o el telefonazo que le diera rienda suelta a mis fantasías mas torcidas, alucinantes y depravadas: un empleo con semana inglesa y prestaciones. 

domingo, 5 de febrero de 2012

Capitulo 1: ¿A qué te doy envidia?


Ya sus “chistecitos” estaban subiendo de nivel, es decir, se estaba pasando de lanza el gandalla de mi hermano con mi linda personita. Digo, una cosa es que te digan: “eres un bueno para nada”; “vagales”; “parasito social” y demás cosas por el estilo. Es más, hasta que me dijeran que eran un “huevonzote”, uno aguanta vara y ni la hace de tos, pero de eso a llamarme “Nini”, acababa de pasar esa delgada línea de algo gracioso a insultante, es decir, se estaba pasando de rosca el cabrón. ¿Nini yo? ¡Qué paso!, no había pasado los últimos seis años de mi vida en la universidad, quemándome las pestañas para obtener un promedio de MB,  para que él —que se quedó trunco al iniciar su carrera de ingeniería—, me dijera “Nini”, sólo porque no había corrido con algo de suerte para encontrar empleo durante los últimos años, sólo era eso: “mala suerte”.
Tenía que bajarle los humos al cabrón, que “se siente mucho” nomas porque trabaja en una secretaría del gobierno, ganando una buena lana. Por supuesto que llegó ahí con una buena palanca, con ayuda de su cuñado —el hermano de su novia—, quien ya lleva más de diez años laborando ahí, desde el sexenio de Fox, y que por supuesto, ingresó por medio de otra palanca.  
No sólo es el hecho de llamarme “Nini” un domingo por la tarde, lo peor es que lo hace precisamente a la hora de la comida, frente a toda la familia. Y no es que ellos no sepan mi condición de desempleado perenne, pero resultaba algo verdaderamente irascible que me restregara  en la cara a cada minuto, a cada segundo que no tenía un empleo formal —y por obviedad, que padezca la escases del dinero en mis bolsillos—, mientras intentaba degustar el pollo rostizado con papas Sabritas. Y todo empezó porque a la hora de cooperar para los refrescos, le parecieron más que ofensivos los cinco pesos que aporte a la causa.
Aunque ya entrando en netas absolutas, la neta lo mío lo mío no era precisamente el empleo formal y/o asalariado. Desde mi más tierna infancia ya le había entrado el comercio informal, vendiendo rompecabezas de alambre —sí, esas figuritas de alambre en las que tienes que sacar otro alambre—, en el mercado público donde mi mamá tenía su peluquería. Ahí pasaba horas sentado en espera de la clientela, mientras jugaba con mis vecinos mercaderes —Pablo que vendía gelatinas en una charola vieja; y el Rabanito, que ayudaba a su mama en su puesto de verduras—. Era una actividad más que honesta, recreativa y didáctica, es decir, me la pasaba a toda madre, entre la venta de las figuras de alambre, y la corredera entre los pasillos del viejísimo mercado, con mis  amigos.
En algunas ocasiones cuando las ventas eran bajas —la gente se desesperaba por no poder sacar los ganchos de alambre de los alambres—, ayudaba al Rabanito a acomodar la mercancía de su puesto, y su mamá  me daba algunos pesos por ayudarlos, suficiente para las maquinitas y un Gansito. Una vez que mi primer negocio se fue a la quiebra —a mi pa´, que era el que los hacía, lo cambiaron al turno nocturno en la fábrica—, el Rabanito airoso y decidido, me invito a formar parte de su “selecto personal” para la recolecta de botellas y cartón que encontrábamos en el basurero del mercado, y que después venderíamos en los depósitos de reciclado.  Mis suministros estarían asegurados por un tiempo, hasta que emprendiera otro negocio.
Tragué como pude mi último bocado de pollo rostizado y papas, respiré hondamente, y le dije como si deleitara cada palabra que salía de mi boca: ¿A qué te da envidia? Sus ojos se abrieron lentamente sorprendidos, su cara dibujo un rictus de desconcierto, mientras me preguntaba despectivamente: ¿De qué inche Ni-ni? mientras disimulaba su enojo, echándose otro bocado de tortilla a la boca. Afiné la voz y tiré a quemarropa: Yo no me levanto de madrugada; no paso quince horas en una oficina recibiendo ordenes de personas más imbéciles que yo; no paso más de cuatro horas en el trafico infernal; y, por cierto, tengo una vida. Se quedó mudo. Una sonrisa diabólica se esbozó en mi rostro, mientras me acomodaba plácidamente en mi silla para ver la televisión. Al menos lo que resta del domingo se quedaría así. Y aunque me sabía vencedor, tendría que aceptar también, de una manera u otra, que no sólo me había indignado que llamara así, por el contrario, me había zarandeado del sopor de mi realidad innegable: era un desempleado, con trasfondo Nini.